jueves, 23 de abril de 2009
De lo malos que somos II
Y de lo buenos que éramos. Así se escribía en el Siglo XIX:
[...]
Y en rápido crescendo,
los lúgubres sonidos
más cerca vanse oyendo
y en ronco rebramar;
cual trueno en las montañas
que retumbando va,
cual rujen las entrañas
de horrísono volcán.
Y algazara y gritería,
crujir de afilados huesos,
rechinamiento de dientes
y retemblar los cimientos,
y en pavoroso estallido
las losas del pavimento
separando sus junturas
irse poco a poco abriendo,
siente Montemar, y el ruido
más cerca crece, y a un tiempo
escucha chocarse cráneos,
ya descarnados y secos,
temblar en torno la tierra,
bramar combatidos vientos,
rugir las airadas olas,
estallar el ronco trueno,
exhalar tristes quejidos
y prorrumpir en lamentos:
todo en furiosa armonía,
todo en frenético estruendo,
todo en confuso trastorno,
todo mezclado y diverso.
Y luego el estrépito crece
confuso y mezclado en un son,
que ronco en las bóvedas hondas
tronando furioso zumbó;
y un eco que agudo parece
del ángel del juicio la voz,
en triple, punzante alarido,
medroso y sonoro se alzó;
sintió, removidas las tumbas,
crujir a sus pies con fragor
chocar en las piedras los cráneos
con rabia y ahínco feroz,
romper intentando la losa,
y huir de su eterna mansión,
los muertos, de súbito oyendo
el alto mandato de Dios.
Y de pronto en horrendo estampido
desquiciarse la estancia sintió,
y al tremendo tartáreo rüido
cien espectros alzarse miró:
de sus ojos los huecos fijaron
y sus dedos enjutos en él;
y después entre sí se miraron,
y a mostrarle tornaron después;
y enlazadas las manos siniestras,
con dudoso, espantado ademán
contemplando, y tendidas sus diestras
con asombro al osado mortal,
se acercaron despacio y la seca
calavera, mostrando temor,
con inmóvil, irónica mueca
inclinaron, formando enredor.
Y entonces la visión del blanco velo
al fiero Montemar tendió una mano,
y era su tacto de crispante hielo,
y resistirlo audaz intentó en vano:
galvánica, cruel, nerviosa y fría,
histérica y horrible sensación,
toda la sangre coagulada envía
agolpada y helada al corazón...
Y a su despecho y maldiciendo al cielo,
de ella apartó su mano Montemar,
y temerario alzándola a su velo,
tirando de él la descubrió la faz.
[...]
José de Espronceda
El estudiante de Salamanca – Parte cuarta (frag.)
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