Hoy voy a hablar de vosotros, no de ellas. Sí, de vosotros, calzonazos, pobres diablos perdidos en una era tan feminista como antinatural.
“Hogar dulce hogar” dicen lánguidas paredes en coquetos pisitos hoy día...
“Mi casa es mi castillo” sonaban antaño de estancia en estancia ecos de voces tronantes...
Y su casa era su castillo porque cuando llegaban eran los amos. Los dueños. Los señores. Porque no tenían que ocuparse de hacer nada, porque su castillo era su dominio, porque las cosas estaban para servirlos a ellos, no ellos para servir a las cosas. Porque el puto amo no tiene necesidad de trabajar también en casa para mantenerse vivo, activo y libre, coño.
¿Os podéis imaginar a un Conde que vuelve de una jornada de caza al frente de sus perros, ponerse a ordenar el salón al llegar a la torre del homenaje? Yo tampoco. ¿Y que decida poner la mesa, preparar la cena, fregar platos, barrer el pasillo...? Ya, voy a parar porque a mí también me está dando asco.
No, no lo hacían, porque lo único que se tercia cuando tu casa es tu castillo, es llegar, tirar los zapatos, comer algo de pie, beber a morro y tirarse en un sillón a rascarse los huevos... Hacer lo que te dé la gana. Eso es lo que hay, y cualquier otra cosa es claudicar, humillarse, amariconarse... es volver a casa de mamá.
Me diréis que una casa hay que mantenerla para poder vivir en ella... ¡NO! ¡Eso es lo que ellas quieren hacernos creer! Tú no eres ellas, piltrafilla, ¡no tienes que aceptar su escala de valores! ¡NO TIENES NI QUE CONSIDERARLA! Tú eres un hombre, y un hombre prefiere un castillo propio aunque esté en ruinas, aunque le coma la mierda... antes que ese nidito limpito y pulcro que ellas llaman casa.
¡¿Es que tus genes no te gritan nada?! Tu casa tiene que ser enteramente tuya. Y conseguirlo es tan fácil como esto: no hagas NADA. Resiste. Nada. Sé tenaz y ganarás. Seguro. Sé un hombre.
Porque ahí fuera puede pasar lo que sea, pero mi casa es mi castillo.
Aquí la vida juega con mis reglas.
Aquí soy Dios.
Y punto.
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